EL
VIAJE DE SOFÍA
La televisión estaba
puesta pero casi nadie le estaba prestando atención. Sofía se levantó de su
sillón y, con paso lento, salió al pasillo y fue hacia la habitación 103 que,
desde hacía unos meses, se había convertido en su pequeño refugio, donde
encontraba absoluto silencio e intimidad.
Hoy estaba decidida a
realizar ese viaje, porque sentía que lo necesitaba. Cerró la puerta tras de sí
y fue en busca de la caja plateada que ocultaba en la parte inferior del
armario, debajo de algunas bolsas con ropa interior aún por estrenar.
Se sentó en la cama y
abrió la caja con calma, disfrutando del tacto suave de la tela aterciopelada
que cubría el interior, bajo la tapa, y de ese olor fuerte y característico a
material que desprenden las cosas nuevas o con muy pocos usos.
Sus dedos delgados y
temblorosos apartaron la tela y allí estaban ellos, sus queridos stilettos de
charol rojo, tan elegantes y soberbios como entonces. Los sacó de la caja, los
puso en el suelo y se descalzó, echando a un lado sus cómodas zapatillas negras
de paño con algo de cuña.
Y entonces lo hizo: con
mucho cuidado, se levantó y deslizó sus pies cansados hacia el interior de sus brillantes
zapatos de tacón de aguja. Al principio, se sintió algo incómoda pero enseguida
cerró los ojos y se transportó sesenta años atrás:
Desfilaba, de forma segura
y firme, sobre una pasarela rodeada de gente que aplaudía a su paso y gritaba su
nombre. Llevaba una corona y un bonito ramo de rosas blancas y no podía parar
de sonreír, mientras caminaba con la sensación de estar acariciando el cielo.
Por un momento, Sofía notó
el mismo sentimiento de plenitud y felicidad del día en el que la habían proclamado
la mujer más bella del Universo y, por un instante, volvió a invadirle esa alegría
que sintió antaño, al sentirse valorada y querida por tanta gente.
Pero, de repente, abrió
los ojos y se encontró con la soledad de su habitación actual, aunque sentía
que algo en su interior había cambiado. Y, mientras buscaba en sus bolsillos un
pañuelo para secar la lágrima que resbalaba por su mejilla, tomó la firme
decisión de no permitirse ni un solo minuto más de tristeza en su vida, porque
siempre que sintiera que la pena llamaba a las puertas de su corazón,
realizaría un viaje al pasado, para revivir sus recuerdos más bonitos, como
analgésico contra las heridas del tiempo.
De esta forma, estaba
convencida de que se reencontraría con la ilusión, al recordar y tomar de nuevo
conciencia de lo afortunada que era por haber tenido la suerte de vivir cosas
tan maravillosas.
Y así, satisfecha, con una
sonrisa en los labios y el ánimo totalmente renovado, volvió a calzarse sus
zapatillas negras y regresó al salón con el resto de residentes, sabiendo que
había realizado un gran viaje que, sin duda, había merecido la pena.
Noviembre de 2013 (29
años)
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