Hace casi dos años que conocí a Ernesto. Recuerdo que era una tarde preciosa, una de esas tardes en las que el sol atraviesa tu ventana con fuerza y te invita a salir, sin que tú apenas puedas evitarlo. Yo paseaba con Poika, mi perrita, y entre saltos y juegos en el parque me crucé con su mirada que me atravesó entera. Sus ojos eran tan tristes y tan profundos que me paralizaron por completo. Yo estaba inmóvil y, muy lejos de mí, escuchaba los ladridos juguetones de Poika y apenas percibía sus patitas delanteras saltando sobre mis rodillas. En esos momentos parecía como si todo fuese gris y como si ese sol que minutos antes me cegaba, hubiera perdido toda su intensidad y todo su brillo.
Me costó mucho reaccionar y volver a la realidad de aquel hermoso parque, que ya no parecía el mismo. Aquel joven seguía allí, mirándome con la misma profundidad y tristeza. Yo me sentía extraña porque con esa mirada se habían esfumado en unos instantes toda la alegría y toda la magia de aquel paseo primaveral. Miré a mi alrededor y vi a mucha gente, sobre todo niños que jugaban felices, ajenos a mí y a mi malestar y ajenos también a aquel muchacho inmóvil que me miraba desde su silla de ruedas. Toda aquella gente me pareció irreal y les miraba absorta y con cierta envidia porque, hacía tan sólo unos instantes, yo había sido igual de feliz que ellos.
Impulsada por una extraña fuerza interior empecé a caminar hacia aquel muchacho. Era como si sus ojos atrayeran a los míos como imanes. Cuando lo tuve frente a mí, un tímido "Hola" que no obtuvo respuesta es lo único que acerté a decir. Poika comenzó a olisquearle y debió gustarle su olor porque empezó a saltar y a ladrar alteradamente como si ya le conociera. El joven sólo desvió su mirada hacia mi perrita, sin hacer ningún otro movimiento, y después volvió a buscar mis ojos para preguntarme su nombre. Yo le respondí con cariño y de paso le pregunté el suyo. Como me respondió con normalidad me atreví a preguntarle por sus ojos, increíblemente tristes, y así fue como Ernesto me relató su trágica historia sin mirarme a los ojos:
Impulsada por una extraña fuerza interior empecé a caminar hacia aquel muchacho. Era como si sus ojos atrayeran a los míos como imanes. Cuando lo tuve frente a mí, un tímido "Hola" que no obtuvo respuesta es lo único que acerté a decir. Poika comenzó a olisquearle y debió gustarle su olor porque empezó a saltar y a ladrar alteradamente como si ya le conociera. El joven sólo desvió su mirada hacia mi perrita, sin hacer ningún otro movimiento, y después volvió a buscar mis ojos para preguntarme su nombre. Yo le respondí con cariño y de paso le pregunté el suyo. Como me respondió con normalidad me atreví a preguntarle por sus ojos, increíblemente tristes, y así fue como Ernesto me relató su trágica historia sin mirarme a los ojos:
Ernesto era un muchacho normal y feliz hasta que un fatídico día del pasado verano, sus padres decidieron pasar unos días de playa en Benidorm. Ernesto no quería ir porque le aburría Benidorm y le atemorizaba el mar desde niño, pero sus padres le obligaron y cabreado, se subió al coche y se durmió. Aún entre sueños, sintió un gran golpe que le produjo un gran dolor. Cuando despertó se encontraba en una habitación oscura con su abuela llorando, sentada junto a la cama. Ernesto comprobó que no podía moverse y empezó a chillar. Tenía diecisiete años y un médico tuvo que tener el valor de explicarle que sus padres habían muerto a causa de un fortísimo choque frontal con un camión, y él había quedado inmóvil de por vida. El grado de invalidez de Ernesto era casi total y los médicos no podían explicarse como el chico, en el accidente, no había sufrido ningún tipo de daños cerebrales.
Ernesto hablaba como una máquina. No había vida en sus palabras y sus ojos brillaban con esa tristeza que les caracterizaba. Yo lo escuchaba pacientemente y sin interrumpirle y él parecía desahogarse al tiempo que hablaba. Ernesto me dijo que, desde entonces, vivía con su abuela, la cual no había vuelto a sonreir desde aquel día. Me explicó que su abuela le traía al parque los días de sol y él le pedía que le dejase solo y ella, se marchaba sufriendo y volvía al anochecer, como su nieto le pedía. Ernesto no podía hacer nada solo. Sus ojos se desbordaban en lágrimas cuando me explicaba que todo lo tenía que hacer con ayuda de su abuela; que se sentía inútil, más inútil que un vegetal que al menos puede alimentarse por sí mismo.
Comprobé que yo también lloraba y busqué en mis bolsillos mi pañuelo para limpiarme. Al hacerlo Ernesto me miró y me di cuenta de que sus mejillas estaban empapadas de lágrimas y de que su abuela no estaba allí para limpiárselas. Entonces, de una forma casi instantánea, limpié sus ojos y lo abracé y, mientras lo hacía, me susurró: "Ayúdame a morir, por favor, ayúdame a morir".
Ernesto no quería vivir y me pedía que yo le ayudase a morir. Nunca se atrevió a pedírselo a su abuela porque bastante tenía la pobre con la muerte de los padres de Ernesto y con el dolor de ver día a día a su nieto luchando por vivir pero sin ganas y sin fuerzas para seguir viviendo. Yo no sabía qué decir. Era realmente conmevedor ver a aquel joven chico vencido, con tantas ganas de morir, sin ilusiones, sin esperanzas y sin fuerzas para seguir luchando. Le propuse un trato que se me ocurrió en ese momento, con el fin de salir de aquel apuro de algún modo:
Pondríamos una fecha límite, un día en el que Ernesto y yo nos citaríamos en aquel mismo lugar para que me volviese a pedir que le ayudara a morir. Hasta esa fecha, yo tendría que demostrarle lo hermosa que puede llegar a ser la vida. Tendría que buscar motivos que le hiciesen recuperar sus ganas de vivir y tendría que luchar contra el tiempo porque, si no lograba "convencerle de vivir" antes del día acordado, yo no tendría más remedio que romper mi promesa y defraudarle ya que nunca sería capaz de tener el valor y la sangre fría necesarios para ayudar a morir a alguien. Acordamos dejar de plazo cuarenta días. Cuarenta días que ninguno de los dos imaginamos que iban a dar para tanto.
Quedábamos todos los días, por la mañana, en el parque. La abuela de Ernesto me lo confiaba (al principio con cierto recelo) y yo me encargaba de llevarlo de vuelta a casa al anochecer. Recuerdo aquellos días como los más maravillosos de mi vida. Yo hacía lo imposible por robarle a la vida toda su hermosura para mostrársela a Ernesto y cada vez que él sonreía, yo respiraba aliviada y me sentía feliz. Le mostré la belleza del campo y de los animales y, junto con Poika, recorrimos los parajes más ocultos y bonitos de la naturaleza. Todas las tardes leíamos juntos en voz alta un libro que nos hacía viajar y adentrarnos en otros mundos sin necesidad de desplazarnos. Juntos descubrimos cosas que eran tan nuevas para él como para mí. Es increíble todas las cosas que esconde la vida, todas las cosas tan simples y tan hermosas que nos intenta mostrar mientras nosotros pasamos con prisas y sin tiempo para contemplarlas y disfrutar de ellas.
Todos los días llevaba a Ernesto a la iglesia. Él me decía que hacía tiempo que Dios le había abandonado. Yo le aseguré que Dios nunca abandona, que es como el sol, que todos los días sale y está ahí, incluso los días nublados en los que el cielo está gris y nos impide verlo. Un día, al salir de la iglesia, Ernesto me dijo que era cierto aquello que le dije sobre Dios y sobre el sol, y que no es que Dios le hubiese abandonado, sino que él se había negado a escucharle.
Uno de aquellos días la abuela de Ernesto se abrazó a mí llorando. Me dijo que yo era un ángel y que Dios era muy bueno por haberme enviado. La mujer no paraba de llorar de alegría mientras me decía lo mucho que había cambiado su nieto. Me dijo que Ernesto había empezado a hacer bromas y a sonreir y que se levantaba cantando por las mañanas. Yo le aseguré que yo no era ningún ángel y que todo el mérito era de su nieto que era la persona más valiente y más llena de vida que había conocido nunca.
Mi tiempo se iba agotando y me aterraba pensar en aquel día. Ernesto me miraba y sonreía pero sus ojos tristes seguían ahí y yo no podía olvidar el motivo de nuestros encuentros. Por fin llegó aquel día, el día en el que Ernesto iba a esperarme junto a aquel banco en el parque. Yo estaba nerviosa y, aunque había estado con él el día anterior, aún dudaba de su posible reacción. Habíamos pasado juntos los últimos cuarenta días llenos de sensaciones nuevas y de momentos inolvidables. Ernesto había cambiado y yo también. Desde el mismo momento en que su mirada se cruzó con la mía yo no había vuelto a ser la misma. Ernesto me había recordado que la vida, además de bella, puede llegar a ser muy dura y eso me había marcado desde entonces. Pensé en lo que supondría para mí el hecho de que Ernesto, a pesar de mis esfuerzos, prefiriese morir. Aquel muchacho que parecía indefenso, tan incapaz, tan dependiente, me había enseñado a mirar hacia el futuro desde otra perspectiva. Él me había demostrado que luchando se puede conseguir todo y que, para ser feliz y sonreir, basta con tener el cariño y el apoyo de las personas que tenemos a nuestro lado.
Llegué a la hora acordada al parque con Poika y allí me esperaba él, junto a aquel banco, y con la misma mirada triste y profunda de entonces. Sentí miedo al pensar que quizá Ernesto desease morir y sentí cómo las lágrimas empañaban mi mirada. Entonces me sonrió y esa sonrisa ahuyentó todos mis miedos. Corrí a abrazarle y, mientras lo hacía, me susurró: "Ayúdame a vivir, por favor, ayúdame a vivir"
Año 2000 (16 años)
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